Todos somos melomaniacos
Hay melodías. Sonidos arquitectónicamente puestos unos delante detrás o conjuntamente con otros. Tonalidades que simplemente, no podemos escuchar. Porque cuando las oímos, esa musiquita que percibimos entrar por las orejas, irrumpe maleducada, y pone en estado de sitio a nuestra misma conciencia. Sin preguntar, arremete contra todo ese orden viejo y quieto que se encontraba inmóvil en tu espíritu desde hace años. Y no entendés porqué.
Y es como que las entrañas se sublevan, se rebelan. Quieren gritar. Empezás a lagrimear de la nada, y sin darte cuenta te cuesta respirar. Jadéas pretendiendo que no te pasa nada. La taquicardia hace lo suyo, como comandada desde adentro por esa música que te das cuenta, te está dominando. Y cuando menos lo esperás, los colores son de otro color, las personas que antes veías caminar como si nada, ahora, en un golpe de gracia, cargan mil y una noches de historias que contar.
Te nace una rabia personal. Una exasperación nacida de la impotencia. Tu impotencia por querer manejar esos sentimientos que no sabías estaban ahí. Tu afán de control siempre fue tal, que cuando escuchás esa melodía, querés correr. No podés sobrellevar algo que no está bajo tu mando.
Resonancias, ecos, murmullos, silbidos, susurros, gritos, bullicios, dos res mis fas soles síes, todos tan religiosamente conjugados como para transportarte a otro mundo. Un nuevo mundo, que no está en la dimensión de lo tangible. Que si querés, podés calificarlo de irreal. Un mundo que siente, que llora, que se ríe, cuyos tuétanos bailan, cantan, viven y se dejan vivir, que es lo más importante.
Durante esos cinco o diez o cien minutos, nada te importa. Nada te turba. Desarrollás un escudo existencial y de repente, te encontrás sordo, mudo, y ciego de lo material. Buscás algo, buscás más. Tu cuerpo desarrolla una dependencia instantánea. Fumás, tomás, caminás más rápido. Hostigado por la sujeción, le das play otra vez. Y todo eso que leíste, otra vez.
Y para vos, ¿cuál es esa canción?
Y es como que las entrañas se sublevan, se rebelan. Quieren gritar. Empezás a lagrimear de la nada, y sin darte cuenta te cuesta respirar. Jadéas pretendiendo que no te pasa nada. La taquicardia hace lo suyo, como comandada desde adentro por esa música que te das cuenta, te está dominando. Y cuando menos lo esperás, los colores son de otro color, las personas que antes veías caminar como si nada, ahora, en un golpe de gracia, cargan mil y una noches de historias que contar.
Te nace una rabia personal. Una exasperación nacida de la impotencia. Tu impotencia por querer manejar esos sentimientos que no sabías estaban ahí. Tu afán de control siempre fue tal, que cuando escuchás esa melodía, querés correr. No podés sobrellevar algo que no está bajo tu mando.
Resonancias, ecos, murmullos, silbidos, susurros, gritos, bullicios, dos res mis fas soles síes, todos tan religiosamente conjugados como para transportarte a otro mundo. Un nuevo mundo, que no está en la dimensión de lo tangible. Que si querés, podés calificarlo de irreal. Un mundo que siente, que llora, que se ríe, cuyos tuétanos bailan, cantan, viven y se dejan vivir, que es lo más importante.
Durante esos cinco o diez o cien minutos, nada te importa. Nada te turba. Desarrollás un escudo existencial y de repente, te encontrás sordo, mudo, y ciego de lo material. Buscás algo, buscás más. Tu cuerpo desarrolla una dependencia instantánea. Fumás, tomás, caminás más rápido. Hostigado por la sujeción, le das play otra vez. Y todo eso que leíste, otra vez.
Y para vos, ¿cuál es esa canción?
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