Ni una  palabra decía el campesino. Fumaba su soledad contemplando el aura. Nunca la pampa estuvo tan desolada. Ni él mismo sabía cómo fue a parar allí. Agarraba sus cigarros de silicio y alquitrán por la mitad y echaba las cenizas entre las semillas de tomate. Y en eso aparece una nena que no era tan nena con los labios lilas pintados en carmesí. Había escapado del Congo y de la trata de blancas de ahí. Aunque hablamos de una sirena mulata de pechos groseros. Hinchados. Gritaban su pubertad prematura. Pero al cultivador no le importaba nada más que el circo de sus mulsos que radiaban un brillo salaz ante la puesta del sol que le salpicaba sus últimos piropos a ese santiamén hasta ahora inconcluso para ambos. El centauro reprimido por años de pobreza agraria se adjudicó una fuerza impía siempre perturbada por los garbanzos y la yuca que arrancar y en una enajenación amorfa besó tanto la boca de la preta que la obligó a lanzar unos suspiros de primeriza que le erizaban la piel agrietada de tanto surcar la tierra. La nena que no era tan nena y que ahora estaba temblando de calor, titiritaba cada vez que mordía el abdomen del agricultor. Le estiró la hebilla del cinto barato que usaba para cubrir su dormida y gigante masculinidad. No hablaba español y sólo se daba a entender con chupadas ambiciosas que no dejaban lugar a dudas de su tremenda voracidad y sus impacientes ganas de amar. A medida que le extraía el lujo y le enflaquecía el alma, apretaba sus nalgas pálidas con la otra mano y a momentos le regalaba una mirada soslayada de sus ojos negros y redondos como aceitunas que eran devoradas, desorientando la atención epitelial que estaba recibiendo. Marte se puso de pie, embarrada y salada de tanto sudar, y le puso a disposición su espectáculo rimbombante de pulpa esponjosa que más que un pecado mirarlo era la vida eterna. No titubeó a la hora de asaltar, pero la dichosa princesa no quiso morir a la primera invasión por lo que ayudó al inmigrante a introducir sus huestes en su adelantada trinchera. Se amaron hasta que oscureció. Luego se siguieron amando bajo la luna clara del Chaco argentino y unos minutos entre el amanecer y la madrugada bastaron para que se juraran amor cegados por la fiebre que sentían y aunque linguisticamente no se entendían, sus lenguas les hacían el favor.

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