Cuchillos sin filo , sin dientes Sables que cortan en silencio Eso son Las manecillas del reloj Firmes. Altivas. No piden permiso. Quien me trajo hasta acá Y quien te trajo hasta mi? Contingencias del Cielo y de la Tierra Coincidencias deliciosas Tu sonrisa en un beso Y tu cintura desnuda, suelta Que se funde con mis manos en una pintura De óleo y manjar Honremos al tiempo pues Respetemos al lapsus mágico Momentum sine qua non Mis latidos no ponen a prueba su talento Agradezco a la suerte Agradezco a tu cintura, suelta Y con un beso despido al adiós
Te quiero ahí Aprendí a amarte Bien a la distancia Lejos de vos Lejos de todos En contacto con mi consciencia Luchando con las tentaciones de la cabeza La Epistemología no logra descifrar El acertijo de tus labios rojos Que apenas veo en mis recuerdos Y ya los quiero besar Ahí Alejada de mis brazos Entre toda la muchedumbre capitalina Evocándote cuando me conviene Y cuando no me conviene también
Ni una palabra decía el campesino. Fumaba su soledad contemplando el aura. Nunca la pampa estuvo tan desolada. Ni él mismo sabía cómo fue a parar allí. Agarraba sus cigarros de silicio y alquitrán por la mitad y echaba las cenizas entre las semillas de tomate. Y en eso aparece una nena que no era tan nena con los labios lilas pintados en carmesí. Había escapado del Congo y de la trata de blancas de ahí. Aunque hablamos de una sirena mulata de pechos groseros. Hinchados. Gritaban su pubertad prematura. Pero al cultivador no le importaba nada más que el circo de sus mulsos que radiaban un brillo salaz ante la puesta del sol que le salpicaba sus últimos piropos a ese santiamén hasta ahora inconcluso para ambos. El centauro reprimido por años de pobreza agraria se adjudicó una fuerza impía siempre perturbada por los garbanzos y la yuca que arrancar y en una enajenación amorfa besó tanto la boca de la preta que la obligó a lanzar unos suspiros de primeriza que le erizaban la piel agrietada
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