Ni una palabra decía el campesino. Fumaba su soledad contemplando el aura. Nunca la pampa estuvo tan desolada. Ni él mismo sabía cómo fue a parar allí. Agarraba sus cigarros de silicio y alquitrán por la mitad y echaba las cenizas entre las semillas de tomate. Y en eso aparece una nena que no era tan nena con los labios lilas pintados en carmesí. Había escapado del Congo y de la trata de blancas de ahí. Aunque hablamos de una sirena mulata de pechos groseros. Hinchados. Gritaban su pubertad prematura. Pero al cultivador no le importaba nada más que el circo de sus mulsos que radiaban un brillo salaz ante la puesta del sol que le salpicaba sus últimos piropos a ese santiamén hasta ahora inconcluso para ambos. El centauro reprimido por años de pobreza agraria se adjudicó una fuerza impía siempre perturbada por los garbanzos y la yuca que arrancar y en una enajenación amorfa besó tanto la boca de la preta que la obligó a lanzar unos suspiros de primeriza que le erizaban la piel agrietada
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